Una
lágrima rodaba por su mejilla hasta mezclarse con el último beso
aún grabado en sus labios. Sus zapatillas asomaban cada vez más a
un abismo que parecía desear tragarle. Con un dolor casi
insoportable que le alejaba de aquella libertad tan preciada para
ella, recordaba su rostro, cálido como la primera tarde de verano.
Aún podía oír ese breve te quiero que escapó de sus labios antes
de dejarle marchar, tan dulce y afilado que era capaz de sentirlo
clavado en su pecho. Había asumido la imposibilidad de su amor, pero
no una vida en la que no fueran sus besos los que le despertaran cada
mañana. Recuerdos. Momentos e imágenes se agolpaban en su cabeza
quebrando las pocas fuerzas que aún le mantenían en pie.
De
repente un cálido aroma, idéntico al que todavía impregnaba sus
ropas, dobló sus rodillas. Sus ojos se cerraron al sentir la caricia
de sus labios en su hombro desnudo: estaba allí. Envolvió el
pequeño y delicado cuerpo de ella con los brazos y hundió el rostro
en su cuello. Un leve susurro les bastó para saber que no podían
estar juntos, al menos no en este mundo.
Y
con un paso al frente dejaron sus cuerpos caer, libres,
entrelazándose entre sí y acunados por la misma brisa testigo de
aquel macabro amor.
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