26 de octubre de 2015

Herida


Hay dolores de esos que te retuercen el estómago y luego hay otros tan afilados que lo que te retuercen es el alma. Hay un dolor tan permanente, tan recurrente, tan instalado. Ese dolor difícil de explicar, difícil de justificar. Algo tan bestialmente real que da miedo.

Hay dolores que te aplastan bajo las sábanas impidiéndote salir y hay dolores que te rompen al final de cada día. Hay algunos tan incrustados en la mente que la hacen sangrar de forma constante. Ese hilo de sangre que cae y a su paso estremece cada parte del cuerpo al recordar la herida abierta en el alma moribunda.  

Hay dolores a los que la gente intentará quitar importancia, dolores contra los que te exigirán luchar. Pero también hay otros que noquean incluso antes de llegar. Cómo explicar que aunque te vean de pie la fuerza que sostiene tus piernas está tan quebrada que te mantienes erguido por pura inercia. Cómo explicar que la rotura de tu conciencia te ha puesto en el límite de lo soportable. Que el tamaño de tu herida se agranda en un día a día vacío que se ha convertido en la pesadilla en la que no quieres despertar cada mañana.

Los gritos de auxilio ya son mudos. La rendición está cerca.

Porque hay dolores y dolores. Y esta herida que supura con cada bocanada de aire está llena de todos ellos. 


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