Hay dolores de esos que te retuercen el estómago y luego hay
otros tan afilados que lo que te retuercen es el alma. Hay un dolor tan permanente,
tan recurrente, tan instalado. Ese dolor difícil de explicar, difícil de
justificar. Algo tan bestialmente real que da miedo.
Hay dolores que te aplastan bajo las sábanas impidiéndote salir
y hay dolores que te rompen al final de cada día. Hay algunos tan incrustados
en la mente que la hacen sangrar de forma constante. Ese hilo de sangre que cae
y a su paso estremece cada parte del cuerpo al recordar la herida abierta en el
alma moribunda.
Hay dolores a los que la gente intentará quitar importancia,
dolores contra los que te exigirán luchar. Pero también hay otros que noquean
incluso antes de llegar. Cómo explicar que aunque te vean de pie la fuerza que
sostiene tus piernas está tan quebrada que te mantienes erguido por pura
inercia. Cómo explicar que la rotura de tu conciencia te ha puesto en el límite
de lo soportable. Que el tamaño de tu herida se agranda en un día a día vacío
que se ha convertido en la pesadilla en la que no quieres despertar cada
mañana.
Los gritos de auxilio ya son mudos. La rendición está
cerca.
Porque hay dolores y dolores. Y esta herida que supura con
cada bocanada de aire está llena de todos ellos.