28 de enero de 2013


Una lágrima rodaba por su mejilla hasta mezclarse con el último beso aún grabado en sus labios. Sus zapatillas asomaban cada vez más a un abismo que parecía desear tragarle. Con un dolor casi insoportable que le alejaba de aquella libertad tan preciada para ella, recordaba su rostro, cálido como la primera tarde de verano. Aún podía oír ese breve te quiero que escapó de sus labios antes de dejarle marchar, tan dulce y afilado que era capaz de sentirlo clavado en su pecho. Había asumido la imposibilidad de su amor, pero no una vida en la que no fueran sus besos los que le despertaran cada mañana. Recuerdos. Momentos e imágenes se agolpaban en su cabeza quebrando las pocas fuerzas que aún le mantenían en pie.
De repente un cálido aroma, idéntico al que todavía impregnaba sus ropas, dobló sus rodillas. Sus ojos se cerraron al sentir la caricia de sus labios en su hombro desnudo: estaba allí. Envolvió el pequeño y delicado cuerpo de ella con los brazos y hundió el rostro en su cuello. Un leve susurro les bastó para saber que no podían estar juntos, al menos no en este mundo.
Y con un paso al frente dejaron sus cuerpos caer, libres, entrelazándose entre sí y acunados por la misma brisa testigo de aquel macabro amor. 


Cómo amarte sin que me duela. Cómo hacerlo cuando tus afilados labios me hieren con cada beso, cuando tus dedos dejan una marca en mi piel con cada caricia. Si el más leve de los susurros me envuelve en una agonía interminable a la que me he vuelto adicta. Nunca pensé que doliera así el amor, pero dulce puñalada si es el calor de tu cuerpo el que me atraviesa. Pues no hay mejor tortura que tu latido golpeando mis costillas. No hay cicatriz más imborrable que la huella de tus besos, todavía húmeda, extendiéndose por cada rincón de este cuerpo dolorido.